TERMINAL DE TRENES



CUENTO DE TERROR

Velino Gómez Chico se ajustó el cuello de la gabardina y el sombrero gris de fieltro casi a la altura de los ojos. Resguardado bajo el toldo del café Córdoba, vigilaba la puerta de acceso a las oficinas de la terminal de trenes en Alpuyeca. Hacía seis meses había desaparecido inexplicablemente y sin dejar rastro, uno de los tres socios de la creciente empresa ferroviaria y principal transportadora de caña a la factoría de aguamiel, piloncillo y melaza de la región. Durante ese tiempo había entrevistado en varias ocasiones a todos los posibles sospechosos de la familia, los empleados, clientes habituales, amigos y posibles enemigos y prácticamente a todos los habitantes de Alpuyeca.

Eleuterio Gracián, hombre taciturno de cincuenta y siete años había salido un día de su casa, sin compañía, en su Ford azul-verde con el capacete descubierto, como siempre solía hacerlo y jamás se supo en que tramo de los diez kilómetros que recorría a diario por las empedradas calles del pueblo fue secuestrado. Su esposa Doña Margo, insistía en el secuestro aunque nadie hasta la fecha había pedido rescate alguno. De sus dos hijos y socios de la empresa ferroviaria, Gerardo el primogénito, suponía sin lugar a dudas que su padre los había abandonado en busca de alguna aventura. Marcelo en cambio, daba por un hecho que lo habían asesinado pero sin cadáver no había delito que perseguir.

El tiempo pasaba y la familia parecía no sucumbir ante la desdicha y los jóvenes empresarios Gracián continuaron su vida sin mayores contratiempos. Tal acontecimiento pareció importarle sólo a Velino el circunspecto detective asignado por el Alcalde de Alpuyeca y amigo personal del ahora desaparecido. Gómes Chico no descartaba la posibilidad de que alguno de los hijos de Eleuterio o la misma esposa tuvieran algo que ver en el penoso asunto. La lluvia había arreciado y un aire frío lo invitó a entrar al café. Se sentó en una mesa junto a una ventana donde podía vigilar con comodidad la puerta de acceso a las oficinas y al mismo tiempo observar el movimiento del portón que resguardaba el estacionamiento de los vehículos particulares. Nada extraño advirtió ese día ni los siguientes dos meses que estuvo de guardia en los alrededores de la terminal ferroviaria.

Desalentado de esa rutina decidió viajar por tren hasta la factoría del endulzante, propiedad también de los Gracián. El viaje era muy placentero, principalmente porque duraba apenas unas ocho horas y el paisaje majestuoso se entreveraba por senderos boscosos, antiguos puentes de piedra y un gran lago famoso por la pesca de tilapia que daba de comer a todos los habitantes de la región. El fuerte olor a melaza lo alertó de la proximidad de la fábrica. Descendió del tren a eso de las cuatro de la tarde y lo primero que hizo fue dirigirse al mercado donde comió el magnífico pescado que se preparaba frito con ajo y se servía siempre con un buen plato de arroz. Vagó un rato por los alrededores y al filo de la noche tomó un cuarto de hotel. Temprano en la mañana ingresó a las instalaciones de la factoría donde recibió por parte del gerente todas las facilidades para realizar su metódica investigación. Su libreta de notas y observaciones hasta ese momento no aportaban nada más relevante de lo que tenía hasta entonces.

Habiendo permanecido una semana en la región de la factoría y a falta de pistas o cualquier indicio sospechoso, había decidido comenzar nuevamente desde el principio las averiguaciones del desaparecido. Se despidió del gerente prometiendo volver pronto, el ejecutivo de la factoría le agradeció su estancia y le ofreció un ticket gratis de ida y vuelta hasta Alpuyeca. Velino, ni tardo ni perezoso fue a recoger el billete a la oficina del despachador pero como éste parecía discutir con un individuo joven, se mantuvo a cierta distancia sin poder evitar el tema de la disputa. Finalmente el encargado le entregó al muchacho un ticket y un sobre tamaño carta. Gómez Chico temió por un momento que le pretendieran negar también a él el billete, pero no, el detective recibió su boleto con una amplia sonrisa.

Antes de las ocho de la mañana las salas estaban llenas de gente ansiosa por subir al tren. Velino esperaba con paciencia el arribo de éste cuando vio al joven que discutía con el despachador formado en la fila de tercera clase. En ese momento se percató que el muchacho era lisiado, cojeaba un poco de la pierna izquierda y el brazo derecho, a la altura del codo lo tenía un tanto deforme. A pesar de eso, el chico sostenía con la mano del brazo afectado un envoltorio y con la otra mano cargaba una caja que a Velino a simple vista le pareció algo pesada. Durante el recorrido no volvió a acordarse del extraño personaje y durmió como bendito hasta que la locomotora soltó sus silbatos y pitidos en los andenes de la estación de Alpuyeca.

Agapito Fonseca llevaba tres años en la alcaldía y se había postulado de nueva cuenta como candidato en el pueblo de Alpuyeca. Esa tarde Velino había pasado a sus oficinas a felicitarlo cuando solicitó permiso un comandante para informar de la desaparición de Gerardo Gracián. El alcalde y Velino enmudecieron en el acto y sin más aspavientos se dirigieron de inmediato a la casa del empresario. Margarita, la esposa estaba inconsolable, no tardó en llegar su suegra con su hijo Marcelo, la esposa de éste y sus dos pequeños. El detective inició un riguroso interrogatorio a todos los presentes, incluyendo por supuesto también a los miembros de la servidumbre e incluso, el mismo alcalde fue objeto del severo interrogatorio.

Diez meses después de la primera desaparición, un día como cualquiera Marcelo no acudió a trabajar a la terminal ferroviaria y no regresó a su casa esa noche. No se volvió a saber más de él, ni de su hermano ni de su padre en ningún lugar, ni en ninguna parte donde se conociera la fatídica historia de los Gracián. Velino continuó con el caso revisando día a día sus notas y sus observaciones que se habían acumulado sin pistas reales a lo largo de todo ese tiempo. Repasando sus apuntes se encontró sorpresivamente con el ticket de ida y vuelta que el gerente de la factoría de endulzantes le hubiera obsequiado tiempo atrás. Sin pensarlo dos veces abordó el tren sin saber exactamente a qué iba. Caminaba por el pueblo entre el olor de la melaza y el pescado frito cuando vio en una bocacalle cruzar al muchacho lisiado. Por una actitud tal vez instintiva comenzó a seguirlo a cierta distancia, el chico a pesar de su afección se movilizaba con destreza entre los plantíos por donde parecía iba cortando camino.

Al llegar a campo traviesa el detective se dio cuenta que el muchacho lo había advertido acelerando el paso hasta un lugar boscoso donde la tarde empezaba a declinar. Velino se apresuró de igual manera y aunque con torpeza, no le perdía la vista al extraño sujeto ni entre las sombras de la oscura noche. Al llegar a una pequeña colina Gómez Chico alcanzó a ver la silueta de una antigua edificación y pudo precisar como el lisiado penetraba por una arcada que daba a un patio central con varias puertas. Eran tres o cuatro pero ignoraba si el sujeto había entrado por alguna de ellas, esperó un momento, las piernas le temblaban y sentía que una sed demoledora le secaba la garganta. De repente se dio cuenta que una luz tenue salía de la primera puerta que estaba entreabierta. De esa habitación no se apreciaba ninguna ventana hacia el exterior así que no alcanzaba a ver nada. Avanzó un poco cuando tropezó con algo, era un madero de buen tamaño que pensó podría usar en caso necesario como defensa. Con gran sigilo empujó la puerta, no había nadie en la habitación que estaba iluminada con una lámpara de aceite. Una sala antigua, un piano cubierto con una chalina, un librero con algunos ejemplares de ingeniería mecánica, algunos tapetes, varios muebles viejos y muchos cuadros en las paredes distraían su vista cuando sintió a sus espaldas la respiración agitada del lisiado. Velino se dio la vuelta con un giro vertiginoso y al ver al tipo de frente se descubrió apuntado por una pistola que sostenía el individuo con la mano izquierda.

-Como detective eres lento, te esperaba hace meses.-¿Quién eres?-No estás en posición de hacer preguntas y a punto de morir de nada te servirán las respuestas.-Creo que debemos hablar –dijo Velino- apretando con su mano el madero que sostenía casi al ras del suelo. -No soy buen conversador y será mejor que tires el tronco. –El lisiado cortó cartucho y al instante se escuchó el golpe del madero caer sobre el piso.-Muévete –le ordenó el desconocido al detective indicándole que avanzara hacia una puerta lateral. Mientras caminaba con los brazos en alto sintió que su mano derecha topó con el poste de una lámpara de piso, instintivamente la agarró y se la arrojó a su agresor quién dejó escapar una bala que fue a impactarse en el techo de la habitación, mientras el lisiado había caído al piso golpeándose la cabeza en el hierro de la base de una máquina de coser. Velino se paralizó por un instante, bastante agitado se aproximó al lisiado y comprobó que seguía con vida, trató de moverlo para auxiliarlo pero su vista se detuvo en la base del pedal de la máquina, que ostentaba claramente el símbolo de la compañía ferroviaria y el nombre de una mujer con todas sus letras. En medio de la penumbra y en esa aterradora soledad escuchó un ruido que venía de abajo y se aproximaba a la puerta lateral. Como un resorte se puso de pie y salió de estampida alejándose torpemente dando tumbos por la zona boscosa. Sin medir sus pasos cayó por la ladera de la colina donde rodó hasta la orilla de una carretera.

Habían pasado cinco años del episodio que mantuvo internado al detective por más de un mes en la cama de un hospital. Unos trabajadores de la fábrica lo habían encontrado inconsciente y malherido. El diagnóstico después de su convalecencia lo mantenía atado a fuertes medicaciones de analgésicos por terribles dolores de cabeza, alucinaciones y conjeturas por demás inexplicables. Un grupo de personas calificadas, mientras Velino se encontraba aún en recuperación, habían ido a la supuesta edificación en el bosque y solo habían encontrado los restos de una ruinosa casa que en otros tiempos había sido una próspera hacienda. La descripción que el detective había hecho de la sala era totalmente fantasiosa, la habitación de la primera puerta estaba completamente desierta, no había rastros de sangre en el piso, ni siquiera una máquina de coser, ni mucho menos una bala impactada en el techo. Nadie en el pueblo sabía gran cosa del lisiado ya que no era oriundo de la región, y el despachador de billetes de la factoría había muerto de un infarto algunos meses antes del incidente.

Velino se fue a vivir a la ciudad de Tezoyuca y Agapito Fonseca que se dedicaba a atender un despacho de abogados era prácticamente su vecino. Cierto día una cliente del despacho solicitó la asesoría del ex alcalde de Alpuyeca para unas inversiones que pensaba realizar en su negocio de antigüedades. Agapito acudió al comercio y después de una charla amistosa con la dama, convinieron en un proyecto para un convenio legal de la compra-venta de algunas piezas de colección. El ex alcalde se despidió de la señora que le entregó un catalogo de los principales artículos que pensaban adquirir. Fonseca se retiró con prontitud ya que había quedado de verse con Gómez Chico en un café cercano.

-Te dije que te gustaría este trabajo, es sencillo, sólo tienes que hacer un archivo de seguimiento histórico de los artículos que adquiera el negocio de antigüedades. –dijo muy vehemente Agapito quién le entregó el catálogo a Velino.-Ya estás muy mejorado y toda la información te llegará sellada por correspondencia. Gómes Chico comenzó a hojear el cuadernillo con evidente curiosidad cuando sus ojos se paralizaron frente a una página que mostraba una máquina de coser. Dio tremendo grito que provocó que todos los comensales voltearan a mirarle. -¡Ésta es, estoy totalmente seguro...! ¡Ésta es!-¿Qué cosa?-La máquina de coser, acércate, velo con tus propios ojos. Ahora lo recuerdo bien, Carmen, Carmen era el nombre de la mujer.Agapito se quedó perplejo, en efecto, la foto de la base del pedal de la máquina mostraba el símbolo de la compañía ferroviaria y con todas sus letras el nombre de Carmen.

Velino regresó a la vieja hacienda acompañado de Agapito y de un grupo de ingenieros que sin muchas dificultades lograron desentrañar el misterio de la habitación de la primera puerta. El cuarto vacío era una estructura movible que se corría hacia la derecha encajando perfectamente bien en un hueco que no era visible por fuera. Al correr la cámara desierta apareció la habitación que había visto Velino, no se encontraba absolutamente nada en su interior pero en el techo permanecía la bala incrustada y en el piso era evidente una mancha que podía ser de sangre. La puerta lateral donde había escuchados los pasos que le paralizaran el corazón momentáneamente estaba atrancada como aquel día. El jefe de ingenieros tomó con firmeza la cerradura, abrió y descendió a esa especie de sótano iluminándose con una linterna, le siguieron los demás hombres y al final Velino que no podía contener el ruido que sus dientes hacían al castañear violentamente sus mandíbulas.

La pieza era bastante grande, las paredes estaban decoradas con muchos cuadros familiares, o mejor dicho con uno que se repetía decenas de veces en las imágenes de Eleuterio, Carmen y su pequeño hijo, así lo señalaba el letrero sobrescrito en una de las fotografías. En una sala sentados en un mueble, representando una absurda y macabra escena estaban los esqueletos de Eleuterio Gracián y Carmen tomados de la mano. Escasos objetos personales, libros y recuerdos se veían repartidos sobre algunas mesitas y al fondo, horrorosamente clavados en el muro estaban las osamentas de Gerardo y Marcelo. Los especialistas dictaminaron que la mujer había muerto de inanición encerrada en el mismo lugar y que los cadáveres de los hombres habían sido fracturados y vueltos a armar con pegamento y alambre. Un diario entreabierto mostraba de cada lado sendas actas de nacimiento. Eleuterio y Carmen eran hermanos. Para Velino todo adquiría sentido pero en esa horrorosa escena familiar faltaba un personaje, el niño.

Cuando llegaron a las oficinas de la terminal de trenes de Alpuyeca, Oliverio se había suicidado. La autopsia de su cadáver dictaminó una cirugía reconstructiva en la pierna izquierda y en el brazo derecho. En un diario había escrito minuciosamente los detalles de cómo había descuartizado los cuerpos de su padre y sus medios hermanos y los había transportado en cajas embebidos en melaza que traía desde Alpuyeca. No le fue difícil secuestrarlos, Los cuatro solían verse en secreto en una casa cerca de la terminal de trenes. Lo que nunca se imaginó Marcelo que era su cómplice, es que él correría con la misma suerte.

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